domingo, 19 de noviembre de 2017

El rincón del escritor: García de Saura nos presenta Houston, tenemos más de un problema

Claudia no se imaginaba que, en mitad de su jornada laboral, dos agentes de policía llegarían de improviso a su puesto de trabajo en su busca. Sus incondicionales amigas, Vera y Daniela, testigos de la escena, intentan defenderla exigiendo saber de qué se la acusa. Pero la visita de los agentes esconde una sorprendente y reveladora noticia.

Una frase, unas pistas, un misterio que resolver y un viaje conducirán a Claudia a su único y verdadero destino: Arthur, el hombre más desconcertante y arrebatador que jamás ha conocido.

Romance, intriga, erotismo, acción y mucho humor te esperan en esta trepidante historia que te transportará a lugares tan bonitos y dispares como Houston, Escocia y Alemania.






Los personajes nos hablan de la novela:

¡Hola! Soy Arthur Stoner, dueño de un centro ecuestre en Spring, un pequeño pueblo al norte de Houston. Toda mi vida he amado los caballos y han sido siempre mi pasión. A diferencia de muchas personas, son inocentes y leales. Ellos me han enseñado la nobleza de las bestias y la bestialidad del ser humano. 
Mi trabajo consiste en la doma de caballos sin el uso de la violencia. A mis manos llegan ejemplares traídos de todo el país, ejemplares que se dan por indomables, salvajes o, como muchos indeseables los llaman, incompetentes. Muchos han sufrido maltrato y solo necesitan alguien que los guíe y les enseñe a relajarse. Algunos dicen que tengo un don; yo creo que, simplemente, atiendo sus necesidades.
Mis empleados me guardan las distancias; en el fondo sé que creen que soy huraño e insociable. Tal vez tengan parte de razón en afirmar tal cosa, pero es que prefiero estar con los animales; al menos de ellos puedo fiarme. Ocurrió algo en mi pasado que me convirtió en quien soy hoy día, y en años nadie ha podido cambiar eso… hasta que ella llegó.
Apareció de la nada, presentándose en el centro. Necesitaba documentarse, y accedí a ayudarla. No lo hice por demostrar nada a nadie, sino porque en cuanto la vi, supe que me daría problemas. Pensé que sería mejor tenerla cerca que no merodeando y estorbando. No me equivoqué. Claudia era la mujer más desconcertante y cabezota con la que me había topado. Estaba claro que era de fuera, pues alguien como ella no es muy habitual donde vivo. Aún me pregunto cómo consiguió meterse en el bolsillo a todo el mundo, poniéndolos incluso en mi contra. Era terca como una mula, incapaz de dejarse domar, y de haber podido… 
¿A quién quiero engañar? Eso es justo lo que más me gustaba de ella. Eso… y el cuerpazo que tiene. Llevaba tiempo sin estar con una mujer, y verla despertó una parte de mí que creía dormida. Ella era todo lo que un hombre podía desear. Y ahora estaba conmigo, en mi centro ecuestre, en mi mundo… y en mi vida.

***

¡Hola! Soy Claudia Valero, aunque las chicas me llaman Princess. Soy natural de Valencia, ciudad donde resido. Vivo sola en régimen de alquiler en un pequeño, aunque coqueto, apartamento. Me independicé en cuanto conseguí mis primeros ahorros. Hasta entonces vivía con mi padre, pues mi madre nos abandonó hace más de diez años. De la noche a la mañana, decidió que no quería seguir con su rutinaria vida, y se marchó con su profesor de bachata. 
En contra de lo que mi estricto padre deseaba, y siguiendo los consejos de mi alocada madre de vivir mi propia vida, comencé a trabajar de camarera tras licenciarme en filología inglesa, ganándome así sus habituales reproches.
Las chicas aseguran que tengo doble personalidad, motivo por el que me llaman Bug (bicho en inglés), además de llamarme Princess (esto creo que no necesita traducción). Esperad, creo que aún no os he hablado de ellas. ¡Qué cabeza la mía! Ellas son Vera y Daniela, alias la Balay y la Sweet respectivamente. Son las personas más importantes en mi vida, alocadas, fieles y, sobre todo, valientes. Nuestra unión va más allá de lo convencional; somos como hermanas, como los tres mosqueteros, o como las Ángeles de Charlie, como diría Vera, aunque sin Charlie y sin hombre que nos dirija.
Una noche ocurrió algo terrible, algo que me llevó a adentrarme en una arriesgada misión de la que esperaba salir airosa y con vida. Tuve que dejarlo todo atrás y marcharme a Houston, lugar donde esperaba hallar la respuesta al enigma que tenía entre manos, y donde tuve que lidiar con el hombre más cabezota, terco y guapo que he conocido: Arthur. O Trunkman, como yo lo llamo, mote que se ganó a pulso por su intratable forma de ser, y porque siempre parece llevar un palo metido en el culo. 
Os estoy haciendo un lío, ¿verdad? Mejor que lo leáis vosotros mismos, y que conozcáis de primera mano mi historia. Así entenderéis cómo llegué hasta aquí, cómo los que se suponía que debían ayudarme no lo hicieron, y cómo acabé convirtiéndome en una especie de detective privado, ingeniándomelas para resolver un caso complicado, a la vez que peligroso.
Tal vez el primer capítulo os ayude a esclarecer, al menos, una parte de la trama y, de paso, conocer cómo empezó todo. ¿Me acompañáis? 

La autora ha querido compartir el primer capítulo con nosotras:

 Susurrándole al oído, intento despertar al tío que tengo a mi lado. Ocupa demasiado espacio en mi cama y ya va siendo hora de que cada mochuelo vuelva a su olivo. Anoche la cosa se alargó más de lo debido. Las chicas vinieron al bar con ganas de juerga y, como suele pasar, la que más fuerte acaba pegándosela soy yo. Eso me pasa por hacer los mejores mojitos de toda Valencia… y por tener las mejores amigas del mundo.

 ―Tío, despierta ―digo alzando más la voz, aunque de poco me sirve.

 Me recreo durante unos segundos en mirarlo un poco más de cerca, ahora que estoy sobria. No está mal. Moreno, barba recortada, como a mí me gusta, y con los ojos de color…, ¡yo qué sé! Me echo una mano a la cabeza, me duele un poco. Debería levantarme para tomarme una pastilla, pero antes quiero comprobar una cosa. Abandono mi frente y atrapo el borde de la sábana para verificar lo que hay debajo. Apenas tengo fugaces recuerdos de mi encuentro con el enésimo amor de barra que duerme plácidamente junto a mí, pero al menos quiero asegurarme de que no he perdido mi sexapil y de que supe escoger material de primera. La sábana es de raso, por lo que no me cuesta deslizarla por su musculoso cuerpo. ¡Y vaya cuerpo! Conforme avanzo en mi ardua investigación matutina para mi satisfacción personal, noto cómo mis labios se curvan en una picarona sonrisa. Su torso está desnudo, y me presupongo deleitándome con él anoche enredando mis dedos en el escaso vello que preside su centro. Mi vista acompaña a lo que la suave tela me descubre, aunque, cuando voy a llegar a la entrepierna, se gira sobre sí mismo y me da la espalda. ¡Qué oportuno! Suelto la sábana y me levanto a por esa pastilla que tanto necesito.

 En la cocina, enciendo la cafetera y preparo unas tostadas. Si mi dulce despertar no ha surtido efecto, espero al menos que lo haga el olor de un buen desayuno, pese a que, según marca el reloj, ya es mediodía. Mientras los electrodomésticos hacen su función, pongo música; floja, para no empeorar mi dolor de cabeza, pero música, al fin y al cabo. Es una vieja tradición que heredé de mi madre. Recordarla me arranca siempre un hondo suspiro. No sé si porque la odio, porque la echo de menos, o por la envidia que en el fondo me da su impetuosa y disparatada forma de vida. Han pasado más de diez años desde que nos dejó y aún no lo tengo claro.

 El café gotea dentro de la jarra de cristal y el bello durmiente sigue sin aparecer por la puerta. 

Dispuesta a no tener a un invitado más tiempo del estrictamente necesario en casa, me dirijo al cuarto a apartarlo de los brazos de Morfeo. De pie, junto a su lado de la cama, me quedo observándolo un segundo. Por un momento pienso en llevar a cabo mi misión, pero soy curiosa por naturaleza y no me gusta dejar cosas a medias. Aparto la suave sábana que apenas le cubre media cadera. Sigue con los ojos cerrados. Tres cuartos de cadera, la cadera entera y… ¡Joder! ¿Qué demonios es eso?

 ―¡Despierta, tienes que irte, vello durmiente! ―No puedo permitir que su selva amazónica siga sobre mis pulcras, fashion y caras sábanas―. ¡Mis padres están subiendo en el ascensor! ―grito mientras comienzo a recoger su ropa desparramada por toda la habitación. Echarlo de mi cama y de mi casa se ha convertido en mi más imperiosa necesidad―. ¡Date prisa! ¡Puedes vestirte en el descansillo de la escalera! ―afirmo entregándole sus cosas a la vez que lo empujo en dirección a la puerta.

 Él apenas balbucea cuatro palabras que me niego a escuchar. Estoy demasiado metida en el papel que estoy representando y no quiero que una frase suya lo eche todo a perder.

 ―¡Corre y no mires atrás! ¡Si te preguntan, no me conoces de nada! ¡Adiós!

Sólo cuando cierro la puerta del apartamento tras su «voluntaria» marcha me permito el lujo de dejar escapar la risotada que llevo un rato reprimiendo. «¡Al final me he quedado sin ver el color de sus ojos!», pienso mientras me río y me encamino hacia ese café que tira de mí. Aunque, a quién le importa…, el bosque no me ha dejado ver el paisaje, y ni falta que hace.
 Aún no he dado ni el tercer bocado a la tostada cuando suena mi móvil.

 ―¡Hola, papá! ¿Qué pasa?

―Hola, Claudia. ¿Podemos vernos para cenar?

―Tengo turno… de noche otra vez. ―Sé que es de mala educación hablar con la boca llena, pero es mi padre y hay confianza.

―Hija, no sé por qué te empeñas en trabajar de camarera en ese bar. Tienes estudios y no deberías desperdiciar…

―¿Vas a empezar como siempre? Creía que ese tema estaba más que zanjado.

―Lo sé, Claudia. Pero me duele ver cómo echas tu futuro a perder por…

―Papá..., ¡no!

―Está bien, como quieras. ¿Y mañana a mediodía?

―¿Don Ocupado tiene hueco a la hora de comer? ―Mi tono suena más sarcástico de lo normal, pero él sabe cuánto me molesta que insista siempre en lo mismo.

―Sí, es importante. Y siento decírtelo, pero soy el único de la familia que…

―¿Dónde quedamos?

―En el Green a las dos. ¡Y no te retrases!

―No lo haré. Adiós, papá.

―¡Claudia, espera!

―¿Qué quieres? ―La desgana fluye libre de mi garganta.

―¿Recuerdas lo que te enseñé de pequeña?

―¿A andar?

―¡Claudia, no estoy para bromas!

―Pues explícate mejor.

―Hija, es sumamente importante. ¿Recuerdas la frase? Esa que te enseñé cuando eras pequeña y estábamos en la cabaña del lago y…

―¿A qué viene eso ahora?

―Claudia, por favor. Dime, ¿la recuerdas?

―Sí, papá.

―Dímela.

―Que debo dejarme llevar por la corriente. ¿Sabes qué es lo gracioso de todo esto? Que es justamente lo que hago y, sin embargo, tú te empeñas en insistirme en que haga lo contrario.

―Hija, es importante.

―Mi vida también lo es, papá.

―Necesito que recuerdes la frase, cielo.

―¿Qué te ha dado hoy con la maldita frase?

―Haz un esfuerzo. ―Su tono es tan apagado que me afano en recordar la maldita frase.

―«Nada más abrir los ojos, fíjate dónde te lleva la corriente» ―claudico.

―¡Eso es! No la olvides nunca, hija.

―Está bien, papá, como tú digas. ―No sé qué manía le ha entrado hoy, pero me tiene un poquito harta―. ¿Algo más?

―Te quiero, Claudia. No lo olvides nunca. Hasta mañana.

―No lo haré. Hasta mañana.

 Siempre que mi padre insiste en que siente la cabeza y todo lo relacionado con ello, me quedo con una sensación extraña y un exasperante malestar. Sé lo mucho que deseaba que siguiera sus pasos, pero no puedo evitar sentirme entre dos aguas, entre dos mundos dispares y heterogéneos que tiran de mí incesantes y de un modo que me cuesta asimilar. Por un lado, está él, con su parte severa, recta y disciplinada. Y, por el otro, está la alocada de mi madre, que nos dejó para vivir su propia aventura con su profesor de baile; bachata, creo. Desde que se marchó no hemos sabido nada de ella, ni creo que lo hagamos. Me consta que mi padre la buscó, pero ella borró todo rastro que pudiera llevarnos hasta su nuevo paradero. Según ella misma me contó en su última carta la mañana que se marchó, y que dejó sobre la mesilla de mi cuarto en la que era la casa familiar, estaba harta de continuar viviendo una mentira. Me confesó que se sentía sola. Las largas horas y los interminables días que mi padre pasaba en el laboratorio le demostraron que él vivía por y para el trabajo, y que ella se había hartado de ser su segundo plato. Nunca sentí que no me quisiera, al contrario. Y me lo corroboró en las líneas que me dejó escritas junto a mi cama. En ellas también me dio uno de los mayores consejos que he recibido: que fuese yo misma quien forjara mi camino, que no permitiera que ningún hombre me dijera ni me impusiera cómo debía vivir mi vida. Al principio me costó mucho afrontar su marcha; pensé que era la peor madre del mundo. Pasé por diferentes etapas, como la de odiarla y desearle todo lo peor por habernos abandonado. Ésa fue la primera. La segunda vino con el paso del tiempo, me di cuenta de que ella era un alma libre, tal y como yo me siento. Dejé de culparla hace años, y desde entonces vivo mi vida como me da la real gana. Fue nada más licenciarme en Filología Inglesa (una profesión que nunca he llegado a ejercer, aunque he sacado partido de ella para multitud de trabajos de camarera). Y ahí, entre dos mundos dispares, es donde me encuentro ahora: entre la bohemia y liberal de mi madre y mi padre, el estricto e internacionalmente conocido y valorado biólogo molecular, el doctor Valero.

La pastilla empieza a hacerme efecto pasadas las tres del mediodía, hora en la que termino de recoger la cocina. A media tarde, un nuevo juego de mis supersábanas de raso descansa sobre mi enorme cama. Sé que no son de lo más práctico ni cómodo, pero ¿quién necesita ser práctica cuando se está soltera, en plena juventud, con veintiocho años, con unas amigas alocadas y una vida completamente independiente? Pues eso mismo digo yo.

 Al acabar de ducharme, me cubro el cuerpo con una toalla grande y la cabeza con otra mediana. Canturreando y bailando ―sí, también tengo música en el baño―, me voy directa al espejo. Me lo tomo como un ritual, un vicio que cogí de pequeña y que, a día de hoy, sigo repitiendo con esa típica sonrisa malvada de «como venga mi madre y me pille, se va a liar parda». Con el baño lleno de vaho, paso el dedo índice por el espejo, sobre el que escribo lo más importante y destacable de las últimas veinticuatro horas. Es como mi diario particular. Las últimas palabras de ayer aún se ven, aunque hay una que siempre prevalece y que escribo en primer lugar: «Viajar». Cada día me limito a reescribirla con el firme deseo de que alguna vez se cumpla. Las chicas y yo llevamos años planeando y soñando con hacerlo, con poder salir de España y perdernos en algún rincón del mundo. Tanto es así que siempre tenemos el pasaporte listo para hacerlo. Una vez que la palabra resalta y se distingue con claridad, añado las nuevas. En esta ocasión elijo «Mojitos» y «Bosque». Sonrío al contemplar el resultado.

 Mi apartamento no es muy grande, pero es perfecto para mí. En cuanto la agente inmobiliaria me lo enseñó, me enamoré perdidamente de él. Fue amor a primera vista, un auténtico flechazo directo y acertado; de esos en los que el corazón se te acelera, las manos te sudan y sientes cómo la entrepierna se te humedece, en contraposición con la boca, que pasa a un estado de estricta y severa sequía. Eso fue lo que sentí nada más entrar por la puerta. Se suponía que debía sentirlo por un hombre, pero en mi caso fue por este piso, mi refugio particular. El alquiler no era excesivamente caro y podía permitírmelo, y ese mismo día firmé el contrato. A diferencia de otros apartamentos que había visitado, éste tenía un amplio salón comedor con cocina americana, un único dormitorio grande con un increíble tocador femenino, un vestidor eficiente y un baño pequeño aunque coqueto, con todo lujo de detalles, incluido un espejo enmarcado en plata envejecida, que hace la vez de diario.

 Envuelta en las toallas, y tras dejar mi resumen sobre el empañado cristal del baño, me dirijo hacia mi acicalado tocador. Detalles como éstos son los que justifican que las chicas me apoden la Princess. «Antes muerta que sencilla», suelo decirles para defenderme y excusar mis glamurosas costumbres. En ocasiones puedo llegar a ser algo salvaje y bicho, razón por la que también me apodan Bug ―«bicho» en inglés―, pero siempre… con clase y estilo. Mientras me seco el pelo recibo varios mensajes de las chicas. Se mueren por repetir la juerga de anoche, y se citan para vernos en el bar. Con la sonrisa que siempre logran sacarme, les contesto que allí las espero. Antes éramos cuatro, pero la Lover, como apodamos a la primera que se desposó del grupo, se enamoró perdidamente de su actual marido y se marchó a vivir con él a Argentina. Desde entonces, apenas nos vemos.

 * * *

 Trasnochar tiene sus consecuencias, y una de ellas es que el día siguiente se me hace mucho más corto, tal y como se me ha hecho éste, que cuando vengo a darme cuenta, ya estoy de vuelta otra vez en el trabajo. Llevo de camarera en este bar algo más de cuatro años. Situado en La Patacona, una playa preciosa a siete kilómetros del centro de Valencia, es uno de esos típicos lugares que tanto están ahora de moda. Con un marcado estilo chill out, durante la tarde es una cafetería envuelta en un ambiente relajado; al caer la noche, el café y el típico gin-tonic dejan paso a un exclusivo gastropub. Y, por último, las primeras horas de la madrugada, con las que cerramos los turnos, el bar se transforma en un local de copas.

 Mi jefe, un tío más pijo y señorito de lo normal, nos espera a mis compañeros y a mí para hacer el cambio de turno. Como cada día, nos pone al tanto de las posibles novedades: que si el serpentín está recién cambiado, que si ha entrado una nueva marca de whisky y ese tipo de cosas. Mi trato con él, así como con el resto de mis compañeros, podría calificarlo de muy bueno. Lo cierto es que, desde que llegué aquí, exceptuando los que se han marchado por diversas razones, todos me acogieron de buen grado. Pese a parecer un tópico y a que él sea un pijo redomado, ha conseguido que entre todos reine el buen rollo y que nos sintamos como una gran familia. No voy a negar que sea un trabajo duro, que lo es, pero me encanta. Me proporciona la libertad que tanto me gusta, y que un frío cubículo o una claustrofóbica oficina no me permitirían jamás. Aquí he conocido a mucha gente, y aunque la mayoría son de una clase social media-alta, lo cierto es que, como en botica, hay de todo.
Nuestro uniforme es negro y básico, y yo me las ingenio para adornarlo de alguna forma. Al principio mi jefe me puso algunos reparos, pero con el tiempo ha ido dejándome como una causa perdida y me permite añadir algún complemento, siempre y cuando no afecte en gran medida al atuendo en sí. Hoy he decidido ponerme uno de mis collares engarzados con grandes piedras plateadas, que conjugan a la perfección con mi melena larga de color castaño, que cae sobre mi esbelta espalda.

Estamos casi a principios de verano, y eso se nota en el ambiente. La terraza está a rebosar de gente, con todas las mesas ocupadas, y los de mi turno no damos abasto. Tan inmersa en mis quehaceres estoy que ni me percato de que las chicas hacen acto de presencia. Cuando lo hago, tras atender a una de las diez mesas que llevo en el exterior, me quedo mirándolas. Es una manía que tengo, me gusta observar a la gente; otra razón más por la que me gusta mi trabajo. Están sentadas a la barra, tan guapas como siempre, para no perder la costumbre.

 ―¿Les pongo algo, señoritas? ―pregunto colocándome frente a ellas, al otro lado de la barra.

―Hola, bombón. Yo un mojito, ya lo sabes. ―Ella es Daniela, la menor del grupo, una rubia tan dulce y cariñosa que no dudamos en apodarla la Sweet.

―Yo estoy entre cicuta y una motosierra. ¿Qué es más rápido? ―Y ella es Vera, la morena con boca de rayo, apodada la Balay. En su caso, el motivo es más largo de contar.

―¿Qué ha pasado? ―interpelo mientras lleno un par de vasos con hielo picado y observo de reojo cómo la Sweet resopla resignada.

―El sinvergüenza de Vic, que me la ha vuelto a liar porque iba a salir con vosotras.

―¿Desde cuándo vuestra relación es tan… formal?

―Que yo sepa, desde nunca. Pero se toma ciertas libertades que no debería tomarse.

―Pobre ―comenta la rubia.

 Su amparo hacia Vic despierta la ira de la Balay.

 ―¡Alto ahí, hermana! Soy yo la que debería darte pena.

―¿Estás segura? ―Mi mirada de soslayo hace que recapacite su respuesta.

―Vale, pena no. Pero tampoco debería dársela él ―se defiende Vera.

―Pero él quiere que avancéis en vuestra relación ―insiste la Sweet―. Eres tú la que se empeña en apartarlo.

―Ahí lleva razón ―intervengo de nuevo.

―¿Las dos en mi contra? Ah, no, por ahí no paso. Os voy a dejar algo muy clarito. ―Su dedo índice estirado y amenazador va de la cara de la Sweet a la mía, y viceversa―: Víctor y yo no somos pareja. Él es sólo un follamigo al que le permito pernoctar en mi house de vez en cuando.

―Y comer ―añade de modo valiente la Sweet.

―Sí.

―Y cenar ―agrego yo.

―También. ―A estas alturas, su tono se ha rebajado, como lo ha hecho su dedo, que languidece casi inerte.

―Y poner lavadoras.

―¡Eh, de eso nada! Él no toca mi lavadora.

―Ahí lleva razón ―afirmo forzando un falso semblante serio mientras clavo los ojos en los de Daniela.

―¡Ja! ―suelta Vera orgullosa, recolocándose de nuevo en su silla.

―Claro ―remato cuando ya no me siento amenazada por su pequeño dedo―, porque ella es la que las pone, y él sólo se limita a embestirla mientras se agacha. ―He aquí un resumen de por qué Vera tiene el mote de la Balay.

 Mi último comentario es motivo de las carcajadas de las tres. Entre una risotada y otra, dejo dos posavasos sobre la barra y, sobre ellos, los dos mojitos que les he preparado. Ambas brindan antes de beber de sus respectivas pajitas, cuando dos enormes y guapos policías entran por la puerta. Vera casi se atraganta al verlos.

 ―¡Viva el cuerpo! ―suelta nada más tragar. Es la frase que usa siempre que un uniforme aparece ante ella. Sobre todo, si se trata de hombres guapos, como lo son esos dos.

 Los policías se dirigen a la barra y las tres observamos cómo hablan con Emilio, uno de mis compañeros.

 ―¡Madre mía, quién fuera porra! ―Las tres reímos con su comentario―. Daniela, ¿llevas mi carnet? ―Cuando Vera se arranca, no hay quien la pare. Su tono de voz es más alto de lo normal; tiene la firme intención de que los susodichos la oigan―. ¡Ay, que me he dejao el carnet en casa!

―Un día te vas a llevar un disgusto ―murmura la Sweet sin dejar de mirarlos.

 Yo también lo hago, pero pronto me percato de que algo pasa. Mi compañero no les está sirviendo nada. En su lugar, compruebo que centra la mirada en mí. Los policías hacen lo mismo y continúan haciéndolo mientras se encaminan hacia nosotras. Mi compañero lo hace igualmente, a este lado de la barra.

 ―Si ya lo sabía yo. Vera, vienen hacia aquí, haz el favor de comportarte ―espeta la Sweet.

―Siempre lo hago, bonita. Si fuesen highlanders, no me pedirías tal cosa.

―¡Ay, pues la verdad es que no! Ellos sí que tienen clase y estilo.

―Pero mira que eres cursi.

―Me vuelven loca. ¿Qué quieres que te diga?

―¡Viva el cuerpo! ―grita una vez más la Balay cuando los policías llegan hasta nosotras, pese a tenerlos a menos de un metro de distancia.

―Claudia, estos agentes… ―empieza a decir Emilio.

―Si no le importa, nos encargamos nosotros ―corta uno de los policías a mi compañero. Su tono y su semblante son tan serios y rotundos que hasta Vera se ha quedado muda.

―Como quieran. Yo sigo a lo mío. ―Su apretón en mi brazo y su mirada corroboran mis sospechas de que algo no va bien.

―Gracias, Emilio.

―¿Señorita Valero? ―indaga el mismo agente.

―Sí.

―¿Es usted Claudia Valero?

―Ya le ha dicho que sí. ¿Acaso está sordo?

 Mi reprobatoria mirada acalla el murmullo de Vera.

 ―Sí, soy yo.

 No quiero aparentarlo, pero estoy tan nerviosa que tengo que apoyarme en la barra.

 ―Necesitamos que venga con nosotros.

―¿De qué se me acusa? ―Cuanto antes lo sepa, mejor.

―Que sepamos, de nada ―interviene su compañero―. Pero no es ése el motivo por el que estamos aquí.

―Y ¿cuál es, si puede saberse?

―Debe acompañarnos, por favor.

―¿Ahora? Estoy trabajando.

―Nosotros nos encargaremos de eso.

―No pueden detenerla sin decirle antes de qué se la acusa ―suelta Vera levantándose para colocarse frente a ellos.

―¿Quién es usted?

―Su abogada.

 Alucinada, observo a la valiente Balay plantándoles cara, pese a ser mucho más baja que ellos. Es tan menuda que incluso sentada en la silla estaba más alta.

 ―Tía, ¿qué haces? Si tú sólo eres dependienta ―murmura Daniela, que ya no sabe qué hacer para que cierre la boca.

―Tienen que leerle sus derechos primero...

―Vera ―mascullo entre dientes.

―E informarla de qué se la acusa ―continúa ella.

―Señorita, no lo ponga más difícil. Ese procedimiento es el que usted ve en las películas. Y le repito que no estamos aquí por esa razón.

―¡Vera! ―Por fin he conseguido llamar su atención, momento que aprovecho para negarle con la cabeza en un rápido movimiento―. Por favor, díganme qué ocurre.

―Señorita Valero, debe acompañarnos a la Ciudad de la Justicia. Su padre ha fallecido.

Desde LecturAdictiva damos las gracias a García de Saura por la presentación.

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