Linda asintió y se colocó las gafas sobre el puente de su nariz.
─Es más guapo de lo que imaginaba. Si yo fuera usted... me divorciaría para volver a pedirle
matrimonio ─me soltó sin poder contenerse, con gesto de ensoñación.
Puse cara de espanto.
─No me pases llamadas hasta que termine con él ─le ordené.
Linda asintió, e hizo como que volvía a su trabajo, pero lo cierto es que me dedicó una mirada curiosa
por encima de su escritorio, esperando a que yo abriera la puerta. Me giré para mirarla, y ella escondió la
cabeza entre los hombros, lo que me provocó una sonrisa.
Agarré el pomo de la puerta, y me juré a mí misma que esta vez no iba a perder los nervios. Sólo era un
hombre, yo iba a llevar a cabo un trámite algo más personal que de costumbre, y eso era todo. Pero en
mi interior, sabía que Jack Fisher no era sólo un hombre. Él era el hombre. Era grosero, arrogante, seguro
de sí mismo e infinitamente provocador.
Empujé la puerta y contuve el aliento. Lo primero que divisé fue su espalda ancha, ataviada bajo aquel
traje hecho a medida que le sentaba tan bien. Jack se empeñaba en vestir de manera informal, con
aquellas sudaderas que tanto me horrorizaban, así que supuse que su atuendo se debía a que hoy tenía
que hacer frente a un juicio, por lo que imperaba la necesidad de mostrarse presentable. En realidad,
Jack fisher era un hombre más que presentable. Bien parecido y sagaz; desprendía la clase de
magnetismo salvaje que te hacía girar la cabeza para echarle un vistazo si te lo encontrabas por la calle.
Carraspeé para llamar su atención, a pesar de que sabía que él ya se había percatado de mi presencia. Se
giró para saludarme, y por un instante, me deleité ante aquel rostro algo pálido, de rasgos fuertes y
cabello rubio plomizo. Tenía los ojos grises, de una tonalidad intrigante, los labios anchos,
provocadores... y me miraba a la cara.
─Llegas diez minutos tarde ─soltó de malhumor.
─Yo tampoco me alegró de verte ─le espeté con frialdad, y tomé asiento en el lado opuesto de la mesa.
Él volvió a sentarse, se desabrochó con destreza los últimos botones de la americana, y me miró a los
ojos. No habíamos vuelto a vernos desde hacía tres meses, en los que para mi deleite, le había enviado
una carta certificada a su domicilio con los papeles del divorcio. Me gustó ser yo quien tomara la
iniciativa para darle en las narices, pues sabía que aquel paso era inevitable.
─Hoy estás preciosa, Pamela. Se nota que casarte conmigo te ha vuelto más encantadora ─me dijo de
manera mordaz, para sulfurarme.
Desde LecturAdictiva damos las gracias a Chloe Santana por la presentación.