domingo, 8 de octubre de 2017

El rincón del escritor: Jane Hormuth nos presenta La mensajera de Elphame

Escocia, siglo xv

Ante la imposibilidad de concebir hijos con su esposa Meribeth, Alistair Mcleod, jefe de su clan, encarga a un grupo de guerreros, con su sobrino Daimh al frente, la misión de viajar a la isla de Skye para solicitar la ayuda de la famosa hechicera que vive allí.


Aila nunca ha salido de la isla de Skye; la llaman bruja, hechicera, mensajera de Elphame… Posee el don de la adivinación y puede hablar con los espíritus, como con el de su abuela y mentora, Nimue, que le profetiza su destino: «Tu futuro esposo vendrá a buscarte y te llevará lejos de aquí».


Cuando los guerreros Mcleod llegan a la isla, no encuentran más que resistencia en la joven hechicera para dejar Skye y acompañarlos.


Pero Aila tendrá una visión en presencia de Daimh que cambiará las cosas y que hará que los destinos del guerrero y la mensajera de Elphame se entrelacen de forma mágica. Una visión que aúna el pasado de Daimh, el presente de Aila y… ¿un futuro juntos?


Ficha del libro






Los personajes nos hablan de la novela:

Daimh Mcleod

Mi nombre es Daimh y pertenezco al clan Mcleod. Soy habitante de las Tierras Altas de Escocia en un siglo donde la guerra, la venganza y la lucha entre clanes forman parte de nuestras vidas. Soy sobrino de Alistair Mcleod, mi madre Ghleanna contrajo matrimonio con el laird Mackenzie. Soy fruto de ese matrimonio pero dejé de considerarme su hijo el día que él me repudió. Desde entonces trabajo para ganarme la confianza de mi verdadero clan y soy el primero en encabezar las escaramuzas contra los Mackenzie. Soy leal a mi tío y por ello accedí a viajar a la isla de Skye en busca de una bruja que ayudara a nuestra castellana a quedarse encinta. 


Mis amigos y yo no estábamos muy de acuerdo en llevar a cabo esa misión, sobre todo cuando los Mackenzie habían encrudecido sus ataques, pero cumplimos la orden. Creí que sería sencillo atravesar la isla, subir a un caballo a la bruja y volvernos al castillo de Craig. En principio sólo seríamos una escolta. En cambio, ninguno de nosotros estábamos preparados para conocer a Aila. 


Cuando escuché hablar de esa mujer y su servicio a varios clanes, me imaginé a una mujer mayor, algo huraña y respetuosa con guerreros como lo somos nosotros. Todo lo contrario a lo que es Aila. Su juventud fue uno de los aspectos que me sorprendió. La vi descender las rocas que rodeaban su morada con agilidad y cierta cautela en su mirada. Bajo su capa de lana distinguí una figura esbelta hecha a base de adentrarse en los bosques y realizar grandes recorridos. Un cinturón de cuero lleno de argollas adornaba sus caderas. Saquitos, alimañas y raíces colgaban de ellas. Cuando la tuve frente a mí y no encontré ningún atisbo de temor ante nuestra presencia, creí que estaba ante una mujer fuera de lo común. Nuestro aspecto fiero solía impresionar a las jóvenes como ellas. Claro que nada ocurre con normalidad si hablamos de Aila. 


Una vez estuvimos en el interior de la cueva y me enfrenté a su razonamiento estuve convencido de que era un hada perdida. Mi pequeña hada perdida. Por más desquiciante que pueda ser, o por muchas batallas dialécticas que tengamos o por más que puso a prueba mi paciencia, Aila logró embrujarme con su nobleza y terminé rendido ante el destino que los dioses habían querido para nosotros. No me canso de apreciar los cambios que se producen en su rostro. Sus ojos rasgados son verdes y suelen amarillear cuando alguna visión le aborda. Cualquiera puede verla pasear desde el alba hasta el anochecer por el castillo y las viviendas de los vasallos. Su melena castaña plagada de hebras rubias se distingue a lo lejos, no porque sea más llamativa que la de cualquier otra mujer, sino porque un aura mágica consigue que no pueda apartar los ojos de ella. Me gusta tenerla en mis brazos y acariciar los mechones rizados que enmarcan su rostro y que ella suele recoger en la coronilla. Su cabello muestra su personalidad, a priori lacia pero con la rebeldía adornando su mirada. 


En su cuerpo menudo esconde una sabiduría, en ocasiones, difícil de entender. Recuerdo que durante el camino de vuelta descubrí que escoltábamos a una joven que se había criado lejos de las normas sociales y la vida en comunidad. Si bien reconozco que estaba deseando llegar y lanzarla a los brazos de mi tío para que hiciera lo que sea que iba a hacer, no pude desvincularme de ella. De alguna forma sentí que nadie la comprendería como yo lo hacía, por lo que me dije que no podía dejarla sola ante el escrutinio y rechazo de algunos miembros del clan. 


En su primera noche se celebró una cena en su honor para darle la bienvenida. Yo creí que podía volver a mi vida de antes pero tardé en comprender que todo había cambiado desde que mis ojos se encontraron con la mensajera de Elphame. Me encontraba al otro lado del salón y presencié cómo Aila se enfrentaba a mi tío, el jefe del clan, haciendo gala de su lógica del todo escandalosa para el mundo en el que vivíamos. Durante unos segundos me obligué a quedarme al margen, a no darme cuenta de cómo los demás la miraban con reprobación e intenté no compadecerme de la joven que aguantaba con estoicidad la mirada furibunda de Alistair. Pero no pude. Me fue imposible quedarme callado y me levanté para frenar la locura que Aila estaba llevando a cabo. Intenté que entrara en razón y que se disculpara por su respuesta tan desafortunada. ¿Y sabéis qué ocurrió? Que ignoró por completo mis advertencias. Así es Aila. Si ella cree estar en lo cierto en algún asunto, no hay fuerza humana que pueda hacerla desistir de su empeño. Su osadía sólo hizo que la sensación de pertenencia anidara poco a poco en mi mente. No podía dejar que mi pequeña hada perdida anduviera sola por el mundo. 



***

Aila, mensajera de Elphame. 


Me llaman Aila, soy nieta de Nimue, aunque suelen ponerme nombres como bruja, hechicera, Gente de Astucia o mensajera de Elphame. Depende del grado de respeto que tengan a mi arte. Tengo un don, puedo conectar con los espíritus que habitan los elementos y puedo descifrar los mensajes que la Madre Tierra nos envía. Nací en Sanheim, la noche más mágica de la rueda del año. Este acontecimiento incrementó el poder que mis antepasados transmitían a sus descendientes. Mi vida estaba consagrada a servir a todo aquel que necesitara mi ayuda. No son buenos tiempos para gente como yo. La nueva religión, que tanto se ha extendido. nos quiere eliminar, por ese motivo vivo aislada del resto. Bueno, esa era la idea primigenia pero mi abuela Nimue pronosticó la llegada de mi futuro esposo, el cual me llevaría lejos de mi hogar. 


Mi experiencia me dijo que debía obedecer los designios de los dioses. Hasta el momento me había sido fácil esa tarea pero nada me había preparado para la llegada de los cuatro guerreros Mcleod. Ellos desestabilizaron mi vida. A través de una vibrante visión supe que el soldado más hermético, Daimh, sería mi futuro esposo. Cualquier otra joven se hubiera alegrado de ello pues es un hombre demasiado apuesto para la tranquilidad del espíritu. Sus ojos azules recuerdan al mar embravecido, su mentón cuadrado se suele tensar con facilidad para dejar claro que posee un autocontrol mayor que su fuerza; y en muy extrañas ocasiones muestra una sonrisa que deja patente su naturaleza seductora. Son esporádicas pero las suelo atesorar como algo mágico. Creedme, de verdad, que en asuntos de magia soy experta. 


Como decía, cualquiera hubiera sentido que los dioses le sonreían al entregarle un esposo como él, pero no. Por más que la atracción fuera evidente para ambos, él siempre recelaba de nuestro futuro. Todo lo que decía o hacía parecía enfurecerlo. Si bien presumo de poseer la habilidad para desentrañar los misterios de la naturaleza, me fue casi imposible comprender a Daimh. Muy probablemente se debiera a que mis sentimientos por él enturbiaran mi clarividencia, pero les aseguro que puede llegar a ser el hombre más tozudo de la tierra. Él lo niega, pero esconde cierta vulnerabilidad en cuanto a la hombría y el valor se refiere. Se empeña en regañarme cuando le contradigo en público o pongo en duda alguna de sus propuestas. Y cree que soy una desconsiderada, pero seamos serios, los hombres solo piensan en aparentar ser fuertes y que las mujeres mostremos sumisión por ello. Con el tiempo he trabajado ese aspecto en él y parece que va comprendiendo lo que le he tratado de hacer ver. Si le preguntan, dirá que me permite ser como soy porque no soy de este mundo. ¿Les dije que era tozudo? Pues también es muy orgulloso.  


Después de mucho tiempo logramos un equilibrio. Confieso que cuando hay amor todo parece ensamblarse mejor. Yo acepté, tal como me pidió, que entendiera que sólo él es capaz de protegerme del rechazo de los religiosos. Por mi parte le pedí que se dejara guiar por mí mientras permite que continúe con el trabajo que los dioses me han encomendado. Les aseguro que llegar a ese punto nos resultó difícil. Recuerdo que una de las cosas que descubrí de él cuando llegue al castillo de Craig fue la presencia de una mujer en su vida. Yo sé leer los mensajes que esconden las personas, incluso los que se ocultan a ellas mismas; por lo que creí que no había razón para alargar una historia sin futuro. Daimh vino hecho una furia, me tachó de desquiciada y me prohibió meterme en su vida. Segundos después estábamos devorándonos a besos. Dejamos que nuestros cuerpos fueran los que expresaran lo que realmente sentíamos. Ese momento fue uno más entre otros encuentros que tuvimos, pues no nos fue fácil comprender el rechazo y la atracción que de forma simultanea nos vapuleaba. 


Ni Daimh ni yo sabíamos que cuanto más nos alejábamos el uno del otro, más cerca estábamos de nuestro destino. 




Una escena para abrir el apetito:

Poco antes del alba, Daimh observó cómo la joven cogía la horca, rebuscaba entre las alforjas y se escabullía en el interior del bosquecillo.
—¿Qué demonios hará? —preguntó Irvyng, a quien Daimh creía dormido—. ¿Te has dado cuenta de que tu futura esposa tiene un comportamiento muy extraño? —Daimh lo fulminó con la mirada—. Esa chica te traerá problemas con la gente del clan. —Chascó la lengua sintiendo, por primera vez, lástima por Aila.
—Aila no será mi esposa —respondió Daimh—. Acude al bosque cuando se encuentra inquieta y busca respuestas. Si os fijarais, se vuelve más razonable cada vez que consulta lo que quiera que consulte.
Irvyng gruñó con escepticismo, mientras se desperezaba y comenzaba a recoger.
—Pues para no quererla como esposa —intervino Clarion, quien tampoco había estado durmiendo las últimas horas—, parece que la conoces muy bien —se burló su compañero, que recibió otra fría mirada por parte de Daimh y un gruñido de conformidad por parte de Irvyng.
—Yo no besaría a una mujer como ella sin plantearme la posibilidad de tomarla por esposa. —La voz de Archie surgió amortiguada por el plaid que cubría su rostro, dejando algunos rizos castaños a la vista.
—No fue un beso importante —respondió Daimh con mal humor—. Todos os habéis tomado alguna licencia con alguna joven no muy adecuada.
—Nunca con una hechicera tan extraña como ella —replicó Clarion.
—Te casarás, amigo —vaticinó Archie—. No por la visión, sino porque ella lo cree así, y lo único que conozco de Aila es su cabezonería.
Irvyng, con su infinidad de matices en sus gruñidos, se alejó lanzando otro a modo de mofa al imaginarse la vida de Daimh junto a la excéntrica muchacha. Daimh no respondió, pero todos sonrieron ante la dura expresión del guerrero al contemplar la posibilidad que Archie le exponía. Se urgió a hablar con Aila y aclarar las cosas.  Clarion sonrió y se extrañó por el rumbo que había tomado el rubio y tozudo guerrero.
—¡Ey, Irvyng! —lo llamó—. ¿A dónde vas? El bosque está hacia el otro lado. ¡No tengo ganas de ver tu culo, ve tras un árbol!
—Estoy buscando una cosa —respondió con un gruñido.
—¿Buscas el frasco? —le preguntó atónito Archie.
Irvyng no contestó, tan solo levantó la mano para que lo dejaran en paz. Clarion se volvió hacia Daimh, que hacía una mueca al no reconocer el cambio en Irvyng.
—Estás metido en un buen lío, amigo —le aseguró Clarion, cargando cada una de sus palabras con la seriedad que nunca lo acompañaba—. Si Aila ha conseguido que Irvyng deje de beber y quiera tomar ese brebaje, me temo que te veré casado con ella.
Fue el turno de gruñir de Daimh, que desechó esa posibilidad al instante.
Momentos después, cuando Aila hubo reaparecido en el claro donde habían acampado, esta se llevó una gran sorpresa. No había nadie. Un ruido a su izquierda la alertó de la presencia de Daimh y su caballo. El guerrero afilaba su espada recostado contra un árbol mientras la esperaba.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Aila.
—Les ordené que se adelantaran al ver que tardabas en aparecer —respondió con su natural rudeza.
—Lo siento. —Aila percibió el mal humor en el guerrero—. A veces pierdo la noción del tiempo.
Daimh gruñó a modo de respuesta y le hizo un gesto para que se acercara. Aila llevaba el vestido azul marino; se ayudaba de la horca para andar mientras la capa permitía ver el cinturón cargado de hierbas, tubérculos y raíces. Se había vuelto a trenzar los mechones delanteros y los ajustaba en la parte posterior. A plena luz de la mañana, el guerrero apreció ciertos cambios en ella. Su mirada directa transmitía calma, sus pasos mostraban seguridad y su rostro resplandecía de una forma especial. Su sonrisa de disculpa conmovió a Daimh, suavizando su enfado, pues momentos antes se había jurado estrangularla por hacerlo esperar y por tener que aguantar las burlas de sus compañeros. Todos habían coincidido en que «el futuro esposo» de Aila debía aguardar su llegada. Si Daimh accedió, no fue motivado por la presión de sus compañeros, sino por la necesidad de hablar con ella y hacerla entrar en razón. Durante la noche había encontrado la explicación a las visiones de la hechicera.
Una vez sobre su montura y tras escuchar en silencio las enseñanzas de la joven sobre la variedad de plantas que había encontrado y su importancia para distintos males, terminó de ajustar la endemoniada horca de Aila a la montura.
—Siento haberme retrasado —se disculpó la hechicera de nuevo al percibir el mal humor en Daimh una vez se hubieron puesto en marcha—. Prometo no volver a hacerlo, sé que deseáis regresar lo antes posible a vuestro hogar.
Daimh estuvo a punto de reír ante sus palabras; sabía que la joven volvería a perderse: nadie conseguiría que dejara aquella extraña costumbre de salir a hurtadillas e internarse entre los árboles. Por más que ella lo intentara, no tardaría en perder la noción del tiempo. Al no obtener respuesta, Aila elevó el mentón y observó su rostro. Él la ignoró.
—Sigues enfadado —afirmó Aila, intentando comprender la mente de aquel extraño hombre—. Deberías controlar tu mal humor.
—Mi mal humor es asunto mío —le respondió con la vista al frente, tomando fuerzas, pues era momento de comenzar a aclarar los malos entendidos—. Aila, no debes volver a comentar la visión de la que hablaste anoche. No es bueno para ti; en el castillo no serán tan comprensivos como lo soy yo, se burlarán de ti.
«¡Por todos los Espíritus del Bosque!», se dijo Aila para sus adentros, horrorizada. Si él era comprensivo, ¿qué clase de alimañas la esperaría? Pasó por alto ese aspecto para calmar la preocupación del guerrero.
—¿Te avergüenzas o no crees lo que vi? —preguntó Aila observando aquel mentón cuadrado cubierto por la oscura barba que lograba destacar el azul de sus ojos.
—Aila, no debí besarte, no fue buena idea —respondió Daimh—. ¿Alguna vez te habían besado?
—No así —confesó Aila agachando la cabeza, víctima de la timidez.
—Eso me temía —concluyó Daimh—. Creo que el beso te confundió, y tu mente te jugó una mala pasada.
—No, Daimh; el beso, tu contacto, fue lo que me aclaró las imágenes —insistió Aila: nadie iba a decirle qué había visto y qué no—. El fantasma parecía a punto de desvanecerse hasta que me cogiste del brazo. En ese momento el espíritu conectó conmigo a través de ti…, quería que te diera el mensaje —le recordó Aila, que observó cómo Daimh endurecía el rostro ante la mención de la aparición de su familiar—. Yo había acudido en busca de señales que me advirtieran de si mi esposo estaba entre vosotros. Cuando me besaste, tu contacto y el poder del espino blanco me dieron la respuesta que andaba buscando.
—Aila, no pienso casarme contigo —le recalcó Daimh.
No tenía paciencia para andar con rodeos, ni para tener en cuenta si hería o no los sentimientos de aquella mujer tan insensata. Había elegido las armas, había dejado a su primo Cormag la labor de gestionar e inventar estrategias, por la sencilla razón de que nunca había servido para andar con sutilezas. Su nariz aleteó ante las emociones encontradas que le producía escuchar hablar del fantasma de su madre, pero parecía que la joven no lo entendería hasta que no se lo dijera con claridad.
—Aila, el fantasma de mi madre estaba presente cuando te besé. No viste el futuro, viste un recuerdo de ella. Todos dicen que me parezco al laird del clan Mackenzie. Es probable que captaras uno de sus recuerdos y me confundieras con el guerrero que entrenaba bajo la almena del castillo de Coill; tu descripción coincide con la del edificio de ese clan.
—Eras tú —insistió para hacer entrar en razón al cabeza dura del guerrero. Se esperanzó al comprobar que estaba en lo cierto.
—¡No lo era! —rugió Daimh, harto de Aila—. No tengo intención de casarme con nadie. No sirvo para el matrimonio, las mujeres no traéis más que problemas, y yo no quiero que nada, ni nadie, me distraiga de mi verdadera vocación.
—La venganza no es una vocación. —Aila aún no tenía toda la información sobre la vida de Daimh, pero la presencia de la mujer fantasma parecía querer que desistiera de algo que lo atormentaba. Sus palabras estaban cargadas por el odio hacia algo o alguien.
—No es venganza —respondió con rudeza Daimh apretando la mandíbula, harto de las clarividencias de la joven—. Quiero servir a mi verdadero clan, a los Mcleod.
Aila suspiró cansada. Era duro lidiar con hombres como él. Tal y como le había dicho su abuela, debía entrenar la paciencia. Era demasiado impulsiva. «Ay, abuela —pensó—, ¿de verdad crees que este será el esposo con el que seré feliz?». Le dedicó sus palabras al horizonte. La respuesta le llegó espontáneamente. Daimh se había asustado, la predicción lo había tomado por sorpresa, por lo que Aila entendió que no había sido buena idea decírselo. Se recordó a sí misma que debía tener más cuidado la próxima vez.
El guerrero en aquel momento estaba complacido, pues interpretó el silencio de la joven como una señal que le indicaba que comenzaba a entenderlo todo. Hasta que Aila habló:
—Daimh, mírame.
—No me des órdenes, mujer —le contestó sin desviar la mirada del camino.
La hechicera volvió a intentarlo utilizando un tono más dulce:
—Está bien, pero mírame.
—No me ordenes mirarte, Aila —le contestó Daimh con los dientes apretados, evitando controlar el deseo de lanzarla a la vereda del camino y dejarla atrás—. Debes corregir ese defecto antes de que lleguemos o tendrás problemas.
—¿Temes mirarme, Daimh? —preguntó, provocándolo, mientras entrecerraba los ojos.
La actitud del hombre le resultaba infantil. Sonrió al ver cómo su pregunta lograba lo que quería. Daimh bajó el rostro para clavarle su mirada azul y taladrarla con ella. Aila, al verlo, se dijo que más de uno podría echarse a correr ante una persona como él; pero ella tenía que hacerle frente.
—Yo tampoco quiero que seas mi esposo. —Aquello logró que Daimh frunciera el ceño, llegando incluso a molestarse por sus palabras—. No te conozco, no me gusta tu carácter y en ocasiones creo que no lograré entenderte jamás.
—En eso coincido contigo por completo. —Daimh tuvo que suavizar su semblante ante el absurdo de la joven. Se reafirmó pensando que Aila era una mujer única que podría llegar a desestabilizar los nervios de cualquiera.
—Bien, aunque creo que tengo más razones que tú para repudiarte —le contestó la hechicera, que había tomado confianza y desvelaba su opinión hacia él de manera abierta. Sus palabras estuvieron a punto de hacer lanzar una carcajada al guerrero. Esa mujer solo decía cosas completamente absurdas, se dijo, pero su semblante se mantuvo serio—. Lo que quiero decirte es que no sé en qué momento, ni por qué, decidiremos casarnos en el futuro. Lo único que sé es que será así. Las imágenes fueron claras, era yo quien estaba allí, eras tú quien me saludó. Ya, ya —interrumpió la réplica del soldado; se llevó una dura mirada como castigo por ello—. Tú crees que no, lo entiendo; mi abuela me advirtió de que muchas personas son susceptibles ante mensajes de los ancestros o predicciones. Tú eres una de ellas —el bufido como respuesta de Daimh no frenó a Aila—, por eso quiero que lo olvides. Dejemos que el tiempo nos dé razones para cometer esa locura.
Daimh tuvo que volver a analizar el rostro de Aila, comprendiendo que la verde mirada, que mostraba una absoluta franqueza, ocultaba una mente de lo más enrevesada. Por momentos parecía la mujer más inocente de la Tierra y, en otros, la mujer más sabia. Las palabras de Aila lograron su cometido: tranquilizar al guerrero. Aunque una chispa de decepción brotó en el interior de Daimh. Llegó a creer que había causado tan impactante impresión en ella que había caído obnubilada ante sus besos, confundiendo la realidad con la imaginación.
—Yo solo le pido al tiempo que me permita llegar a entender cómo funciona tu retorcida mente —le respondió con una sonrisa dibujada en sus ojos que apenas logró curvar sus labios. De igual forma, su expresión encandiló a la joven, que pasó por alto el insulto.

Fue entonces cuando Aila  se preguntó por qué no sonreiría más a menudo; se mostraba tan apuesto cuando sus ojos le sonreían de esa manera…


Desde LecturAdictiva damos las gracias a Jane Hormuth por la presentación.


3 comentarios:

  1. Paso por encima de la reseña porque quiero leerla y no quiero saber mucho sobre la trama...

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  2. Sin duda una novela mágica y adicitiva, para mí sin duda lectura recomendada. Espero poder leer más de esta autora en el futuro. Un besote.

    Laura de El rincón de Marlau.

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