Ficha del libro |
No hay nada que Irene desee más que dirigir su propio hotel. ¡Y su oportunidad ha llegado por fin!... aunque el hotel no es suyo sino de Mercedes, una antigua hippie bastante excéntrica que está encantada con su llegada.
La Casona de la Paca es un coqueto hotel, instalado en una casa de indianos del siglo XIX, cuyos jardines serían la delicia de cualquier pareja de enamorados. ¿Qué más puede pedir Irene?
Sin embargo, las cosas se tuercen desde el principio. Para empezar, la dueña desaparece cada vez que Irene la necesita, una de las trabajadoras tiene un grave problema que no duda en echar sobre los hombros de la recién llegada, la cocinera se despide, los huéspedes se quejan a todas horas…
Y lo peor de todo, tener a Iago dando vueltas por allí y criticándola a todas horas cuando ella no ha hecho nada para merecerlo, porque lo que sucedido entre ambos el día mismo en que Irene se presentó en el hotel fue solo un accidente. Aunque él no parece pensar lo mismo…
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Los personajes nos hablan de la novela:
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Una escena que abra el apetito:
Según
se acercaba a su destino, Irene se puso cada vez más nerviosa.
Había
salido de Bilbao antes de las tres de la tarde, después de pasarse toda la
mañana limpiando el frigorífico y haciendo y deshaciendo la maleta. ¿Cómo
decidir qué ropa meter cuando no sabía si se marchaba por dos días, dos meses o
dos años? En los momentos más optimistas, se decía que pasaría en Asturias todo
el verano; en los pesimistas, que no aguantaría hasta junio, la echarían antes
y tendría que regresar a Bilbao con la cabeza gacha.
Le
aterraba la idea del fracaso.
A la
altura de Villaviciosa miró por el retrovisor. Entre las nubes, vio los últimos
trazos de cielo azul. Por delante de ella se extendía una enorme nube gris
oscura, casi negra.
Media
hora más tarde, dejó atrás Gijón, y Avilés veinte minutos después. Menos de
treinta kilómetros y llegaría. Fueron los veintisiete kilómetros más rápidos
del mundo, a pesar de que no pasó de noventa. Al parecer su pie tenía el mismo
miedo que ella de llegar y no apretaba el acelerador.
Rebasó
el cartel de Cudillero y las gotas comenzaron a caer. Nada de esa ligera lluvia
a la que estaba acostumbrada, no. Aquello era una tormenta en toda regla.
Los
limpias barrían el parabrisas todo lo deprisa que podían, aunque no lo
suficiente para desalojar el aguacero que inundaba el cristal.
Agarró
el volante del Clío con fuerza y clavó los ojos en el asfalto.
La
primera curva no dio paso a las casas tal y como esperaba. La segunda, tampoco.
¿Había o no había pueblo? A lo lejos, al final de la recta, por detrás de la
cortina de agua, le pareció distinguir los primeros tejados. «Menos mal»,
suspiró. Ahora solo tenía que llegar, esperar a que escampara y…
Un
charco enorme en medio de la carretera y los neumáticos patinaron. En una
milésima de segundo se llamó insensata por no haberlos cambiado la última vez
que llevó el coche al taller. También se acordó de su antiguo jefe y del día en
que había rechazado su subida de sueldo. Él era el único responsable de que
fuera a matarse en aquel pueblo sin haberlo visto siquiera.
Pisó
el freno hasta el fondo a pesar de saber que no debía hacerlo. El coche
continuó recto, el problema era que ir recto no significaba seguir por el
carril correcto.
Fue
consciente de un bulto oscuro justo delante de ella y dio un volantazo que la
llevó de vuelta a su carril. El sonido de un golpe le indicó que, fuera lo que
fuese lo que había visto, no lo había esquivado, aunque el impacto no había
sido muy fuerte. «Al menos, no del todo.» Redujo la marcha e intentó no pisar
el freno; metió la tercera, segunda… Las ruedas volvieron a obedecerla. Se
arrimó al estrecho arcén, puso las luces de avería y paró.
Abrió
la puerta. El agua entró en el coche. En un momento, el interior de la puerta
se había calado y el costado de sus pantalones vaqueros, también.
Salió
corriendo con las llaves en la mano después de dar un portazo.
Un
poco atrás de donde se había detenido, un ciclista, vestido de negro y con
chichonera, levantaba una bicicleta del suelo. El hombre parecía estar bien.
—¿Le
ha sucedido algo?
Él se
dio la vuelta. Tenía los ojos azules y toda la furia del mundo acumulada en
ellos.
—¡¿A
usted qué le parece?!
A
Irene le amedrentó la ira con la que le contestaba. ¿Que qué le parecía? Que
no. La bicicleta estaba intacta y él también. Empapado, pero entero.
—¿Puedo
ayudarle?
—¿Tiene
algo con lo que enderezar una rueda torcida? —le espetó él de malos modos.
Irene
miró hacia donde señalaba. La rueda trasera no tenía mala pinta, tenía el mismo
aspecto que una nueva.
—Ni
un solo destornillador —confesó. No tenía ni idea de cómo cambiar una rueda, ni
siquiera una bombilla, y le parecía absurdo llevar herramientas en el coche.
Cuando le pasaba algo, llamaba al taller—. ¿Cree que hace falta avisar a la
compañía de seguros? —Él, por toda contestación, se inclinó sobre la bicicleta
y se puso a hurgar en el juego de piñones, platos o como se llamaran todos
aquellos engranajes—. ¿Doy parte entonces? —repitió ella que se estaba poniendo
de mal humor. El comportamiento obtuso de aquel hombre la obligaba a seguir
debajo de la lluvia. Estaba completamente calada.
—Guárdese
el seguro para cuando se lleve a un peatón por delante en el pueblo —gruñó él.
Irene
se quedó muda y él aprovechó para subirse a la bicicleta y alejarse.
—¡Chalada!
—le pareció oír.
—¡Imbécil!
—le insultó ella.
Antes
de correr hacia el coche, pudo ver que él giraba la cabeza y la miraba. Tuvo la
certeza de que la había oído.
Cuando
arrancaba el coche de nuevo y entraba en el pueblo de Cudillero, solo podía
pensar en que su nueva vida no podía haber empezado de peor manera.
Desde LecturAdictiva damos las gracias a Ana Iturgaiz por la presentación.
me ha encantado la presentacion, es original y muy divertida, gracias porque estoy deseando leerlo despues del aperitivo presentado, me ha gustado mucho
ResponderEliminarUna presentación estupenda y un libro muy apetecible, como todos los de Ana.
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