¿Qué pasa cuando tu vida da un giro de ciento ochenta grados? Todo cambia, ¿no? Pues eso es lo que le ha ocurrido a Victoria, después de mucho esfuerzo y dedicación ha tenido que abandonar su amado Boston para llegar a San Francisco, donde le esperará una empresa llena gente que no hará más que traerla de cabeza. Por casualidad, Victoria conocerá a un hombre de ojos miel: Samuel, tan terriblemente atractivo como inteligente, casi perfecto, o eso cree ella... Lo que no sabe es que, en su camino se cruzará un misterioso hombre, el mismo que despertará su curiosidad y, la envolverá en una enigmática nube que provocará a todos sus sentidos.
¿Descubrirá Victoria quién ese hombre? ¿O será Samuel quién la conquiste?
Ficha del libro
Ella nos habla de la novela:
¡Buenas! Me presento, soy Victoria, protagonista de UNA FOTOGRAFÍA PARA VICTORIA, obviamente, y vengo a contaros un poquito más sobre mí y lo que ocurre en la novela. Hace unos meses Larry, mi ex, decidió que lo mejor era dejarme tirada, llevándose a mi perro y dejándome una larga lista de mujeres con las que me había engañado, ¿y qué hice yo? Marcharme, dejar todo lo que me unía a Boston e irme a San Francisco. Me sentía perdida, pero gracias a May, una gran amiga, pude sobrellevar mi nuevo inicio. En SF empezaron a llegar regalos, botellas de vino anónimas con rosas, y fue conocí a Samuel, mi vecino, un hombre elegante, inteligente, guapo y muy agradable. En Cellos, empresa en la que trabajo, tuve la oportunidad de encontrarme con Cristin, y con alguien a quien no esperaba, José. Samuel y él parecían tan distintos… Pero luego resultó que nada es lo que parece ser, ¿realmente había conocido a alguno de ellos? Si no quieres quedarte con las ganas, no te pierdas UNA FOTOGRAFÍA PARA VICTORIA, valdrá la pena ;)
Una escena que abra el apetito:
La cena no llega, ha pasado más tiempo del que debería y estoy empezando a desesperarme, ya no solo por el hambre, sino porque si pago por algo quiero que sean eficaces y no es que esté muy lejos del centro. Le doy un sorbo al vino a la vez que miro por la ventana que da al jardín lateral. Alguien llama al timbre, ansiosa me pongo de pie y me dispongo a pagar al repartidor después de echarle un buen rapapolvo. Al abrir me encuentro a un hombre trajeado, moreno y con unos ojos color miel que derriten. Carraspeo e intento cubrirme, pero sin éxito, ya que no llevo ninguna chaquetilla con la que taparme de su vista.
—Buenas noches —dice con una grave y aterciopelada voz.
—Buenas… Buenas noches —contesto ensimismada con esos ojos.
¿Quién es este hombre y de dónde ha salido? Porque vamos… No creo que trabaje como repartidor de comida tailandesa a domicilio. Intento desviar la mirada de la suya, no quiero que piense que me ocurre algo en la cabeza. Bajo la vista a sus manos, entre las cuales sujeta una bolsa de plástico.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunto curiosa.
—En realidad soy yo quien puede ayudarle.
Un escalofrío me recorre la espalda, aunque intento que no se me note. Trago saliva y, entonces, el hombre esboza una sonrisa, lo que hace que me relaje.
—Me han traído esto a casa, creo que es suyo.
Ni siquiera estoy escuchándole, solo veo cómo me tiende la bolsa que sujeta y al abrirla me doy cuenta de que es la comida que había pedido hace rato y no llegaba.
—Oh… Gracias.
Mis mejillas se sonrojan, no esperaba que un hombre como él fuese a traerme la cena de esta noche. No sé si invitarle a tomar vino conmigo. Dejo la bolsa sobre el zapatero. Cojo el dinero, pero cuando voy a dárselo, el hombre deja ir una sonora y melodiosa carcajada.
—No, mujer.
—¿Cómo?
—Lo han dejado en mi casa y les he dicho que te lo entregaría yo mismo —hago una mueca—. Se ha equivocado de número.
—Por Dios, no me llame de usted... No soy tan mayor.
—Bueno, no lo hago si tu no lo haces —sonríe.
—De acuerdo.
Saco el dinero, no voy a escaquearme de pagar, encima que me lo ha traído… Otro lo hubiera devuelto, o incluso se lo habría comido.
—Ten —le extiendo el dinero.
—No hace falta, a esta invito yo.
—Pero… ¿Cómo vas a invitar tú? No, hombre, no.
—Qué sí, y no hay nada más que decir.
Hago una mueca, pero ¿cómo voy a dejar que lo pague él? Niego con la cabeza. El hombre se da la vuelta y antes de que se vaya vuelvo a hablarle, llamando su atención.
—Bueno, a la próxima invito yo —alzo la voz—. Aunque sea a vino.
Da media vuelta para mirarme y esboza una amplia sonrisa.
—Por cierto —vuelve a sonreír—, soy Samuel.
—Victoria —digo en voz alta para que pueda escucharme bien.
Igual que había abierto la puerta, la cierro, quedándome con un dulce sabor de boca que me hace sonreír instintivamente.
Desde LecturAdictiva damos las gracias a R. Cherry por la presentación.
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