En
el Pazo de Rebolada, norte de Galicia, las campanas suenan a muerte. Es el año
1850 y la pequeña Ana acaba de perder a su madre, quedando a cargo de su padre,
quien no tiene reparos en enviar a su hija, de cinco años a un estricto
internado para señoritas. Trece años después, Ana Emilia Victoria Federica de
Altamira y Covas regresa al Pazo. Se ha convertido en una hermosa joven capaz
de encandilar a cualquier hombre, pero su suerte está decidida… Su padre ha
llegado a un acuerdo matrimonial con don Jenaro Monterrey, un empresario de 70
años con quien quiere casarla.
Alberto se marchó lejos de Galicia huyendo de dolorosos recuerdos y de las duras exigencias de su padre para que siguiera el negocio familiar, pero Alberto ansiaba otro destino, pues quería estudiar una profesión y ser un hombre instruido. Cuando parece que encuentra su lugar, ejerciendo su profesión en un bufete, se ve obligado a regresar al Pazo…
Una mañana en la que don Jenaro se presenta por sorpresa, Ana huye al bosque y se cae. Un joven la ayuda. Primero escucha su voz, luego aparece entre los arbustos… Aunque un solo encuentro es suficiente para que ambos entiendan que se pertenecen, su amor es imposible. El destino de Ana ya está marcado… ¿O quizá podría cambiar su suerte?
Alberto se marchó lejos de Galicia huyendo de dolorosos recuerdos y de las duras exigencias de su padre para que siguiera el negocio familiar, pero Alberto ansiaba otro destino, pues quería estudiar una profesión y ser un hombre instruido. Cuando parece que encuentra su lugar, ejerciendo su profesión en un bufete, se ve obligado a regresar al Pazo…
Una mañana en la que don Jenaro se presenta por sorpresa, Ana huye al bosque y se cae. Un joven la ayuda. Primero escucha su voz, luego aparece entre los arbustos… Aunque un solo encuentro es suficiente para que ambos entiendan que se pertenecen, su amor es imposible. El destino de Ana ya está marcado… ¿O quizá podría cambiar su suerte?
Escenarios reales para una historia de ficción:
San Julián
es un pueblo que se yergue a orillas del mar Cantábrico y se extiende
aprovechando el descenso natural de una pequeña ladera; los robles y los
rumorosos pinos lamen la colina hasta justo mismo el borde de los acantilados.
He querido imaginarme el pueblo tal y como sería a mediados del siglo XIX y ha
sido relativamente fácil: unas cuantas casitas humildes de campesinos y
marineros dispersas por aquí y por allá, mucho campo agrícola, infinidad de
verde, rebaños de vacas rubias amansando las praderas, grupos dispersos de
ovejas y alguna que otra cabra escalando los ribazos plagados de zarzas.
El Pazo de Rebolada. Hay un dicho que reza: “Casa grande, capilla, palomar y ciprés, Pazo es”.
Y, como todos los pazos de Galicia, la casa solariega de los Altamira reúne
estos requisitos. Se encuentra ubicada en un despejado promontorio, a la vista
de casi todo el pueblo, dominando la ladera y, a la vez, protegiéndose del
gélido viento del norte (que recibe de pleno) gracias a la ubicación de cinco
centenarios cipreses que extienden sus ramas a modo de protectores cancerberos.
De este modo, las ramas que reciben la embestida del viento y el salitre
permanecen completamente calcinadas. Es un Pazo elegante y señorial para la
época, con su atrio empedrado, sus muchas hectáreas de jardín intramuros, su
romántica galería de pequeño acristalamiento, su coqueta capilla, su hórreo, su
enorme palomar y sus señoriales plantaciones.
Mi nombre es Alberto Monterrey, soy abogado y poseo un bufete en sociedad con un compañero en la villa y corte de Madrid. No me considero un galán, ni mucho menos, pues toda mi vida hasta el momento (y supero la treintena) se ha limitado a estudiar para sacar adelante mi carrera de Derecho y trabajar con ahínco en lo que se ha convertido después en mi profesión. Es cierto que en la Villa no carezco de cierto éxito entre las señoritas casaderas, y mis amigos suelen decir que mi porte es galante y viril, apuesto y elegante, aunque jamás me han interesado demasiado semejantes trivialidades. De hecho, considero a las jóvenes de la capital unas criaturas frívolas, vanidosas, artificiosas y demasiado encopetadas como siquiera para ser consideradas.
Mi relación con mi padre, un empresario salazonero gallego, es casi nula. Siendo sinceros, ni siquiera nos soportamos. Creo que he dejado de soportarlo o de tratar de entenderlo en cuanto tuve uso de razón y vi la forma en que se conducía o cómo trataba a mi difunta madre. Siempre ha sido un crápula y un mujeriego, sin ningún respeto por los demás y con una muy pobre concepción de la moral. Él pretendía que yo perpetuara la tradición familiar de las conservas y salazones, pero soy incapaz de desear ser el amo y señor de una empresa donde se explota a los obreros en pos de llenar los bolsillos del propietario. Mi padre es un mal empresario, un auténtico tirano y es por ello que mis visitas a su casa se limitan al mínimo.
En una de esas visitas, que ya presumía insufrible como las anteriores y en la que simplemente pretendía desahogar mis malos humores evadiéndome en el paisaje, tuve la suerte de toparme al descuido con una misteriosa señorita que se paseaba sola por el bosque, en realidad corriendo como una brisa desbocada, con la mala fortuna de que terminó aterrizando en el suelo sobre sus elegantes posaderas. Yo acudí presto a socorrerla, pues me encontraba en la zona y mi deber de caballero se impuso a la risa que me provocó tan pueril comportamiento.
No voy a negar que enseguida me quedé prendado de ella. Y que conste que no soy un romántico ni un mozalbete bobalicón, sino un hombre hecho y derecho, pero luego de haber conocido en la capital a tanta dama presuntuosa, snob, malcriada y consentida, encontrarme de pronto con una joven fresca, natural, ingenua, sin la maldad característica de ciertas sociedades, hermosa (muy hermosa), inocente y dotada de un velo de rebeldía y candor, no pude evitar prendarme. Su piel de porcelana, sus grandes ojos verdes, su cabello oscuro y abundante, su pose habitualmente circunspecta, sus aires elegantes. Y caí. Así, de repente. Quizás Galicia albergue una extraña magia al fin y al cabo.
Verla pasearse por el bosque, como un hada o una ninfa, a mi lado, silenciosa y tímida, ensimismada en el paseo o en sus ensoñaciones, cabizbaja casi todo el tiempo, plagada de rubores, consigue volverme loco y hacer que mi corazón arda de amor por ella. Es como una niña, una niña tímida que se abre como una flor, dispuesta a dar y a recibir, dispuesta a amar.
***
Me llamo Ana Emilia Victoria Federica de Altamira y Covas y sí, como habréis podido adivinar, soy una hidalga de noble cuna procedente de la alta burguesía gallega. Una noble del Reino, una condesa, muy a mi pesar. Y digo esto, porque ni mi procedencia ni el supuesto azul que corre por mis venas han conseguido aportarme jamás felicidad.
Quedé huérfana de madre con cinco años y mi padre, que por alguna extraña razón jamás me ha querido (creo que ese señor es incapaz de querer a nadie más allá de sí mismo), me envió enseguida a un austero internado para señoritas sito en la villa y corte de Madrid. Allí pasé toda mi infancia y mi juventud, sin nada más que mis recuerdos. Recuerdos de una madre amorosa, bonita y dulce cuya imagen y cuya reminiscencia apenas conservo ya en mi memoria. También de una nana, mi dulce ama de cría, que me adoraba hasta el delirio y hacía el papel de abuela consentidora. Por supuesto, tampoco pude olvidar en ese tiempo la presencia intimidatoria de mi señor padre, como un general de campaña, siempre recto y severo, siempre dispuesto a castigar.
Cuando terminé mis estudios y regresé al pazo creí que podría volver a disfrutar del hogar de mi madre, de la naturaleza, de mi tierra, sentirme libre y querida, a pesar de la presencia siempre atemorizante de mi padre. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, nada más llegar, mi señor padre, el conde, me comunica que me ha concertado una boda de conveniencia casi de inmediato! Pronto me entero, por las malas, de que mi prometido es un anciano empresario de la zona, de exterior horrible hasta casi rozar el esperpento, descarado, lujurioso y soez, que se conduce como un patán y que me mira como si fuera a devorarme a lametazos. ¡Menudo asco!
Tratando de evadirme de mis adversidades, me refugié paseando por el bosque y en esta primera salida, después de sufrir un pequeño percance que aún hoy, al recordarlo, me hace enrojecer de vergüenza, conocí a un caballero (que sin duda lo era) que acudió a socorrerme de inmediato. ¿Qué hacía ahí? No lo sé. Solo sé que en mi mente se pintó de inmediato como un Lancelot. Alto, apuesto, viril, hermoso y fuerte. Cierto que jamás en mi vida había visto yo otro varón más allá de los lacayos, pero este caballero consiguió que me prendara de él en el acto, tanto por su bello porte como por su papel de héroe de novela. Su cabello rizado, sus anchos hombros, su ceño fruncido, las arrugas de su frente o su mandíbula cuadrada consiguen sacarme los colores y arrancarme suspiros. ¡Le adoro!
Una escena que abra el apetito:
El caballero vestía un gabán de paño oscuro y enorme solapa, bajo el que asomaban un chaleco de tweed, los puños impecables de una camisa blanca y el elaborado lazo de un pañuelo color crema que vestía su cuello.
(...)
-Nana, sujétame fuerte porque creo que me voy a desmayar en este mismo instante...- murmuró la niña para su sorpresa, justo en el momento en el que el hombre rompía su pose de estatua inanimada para acercarse a ellas".
Desde LecturAdictiva damos las gracias a Elizabeth Bowman por la presentación.
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